jueves, 2 de mayo de 2013

De mañana bien temprano

un naranja devora
las capas de nubes y
te levantás, te ponés
tu vida diaria
ya medio usada, gastada
pero cómoda, como unos viejos jeans: al menos
conocida. El agua
hierve, el café
perfuma el aire
y la luz plana se sumerge
entre las ramas superpuestas de un abeto balsámico
encendiéndole el tronco.
Otros árboles apenas
reciben un raspón hacia el oeste.
Un cuzquito tenaz
deja huellas oscuras
en el rocío azul. El día
ofrece tanto, tiene
tan poco ¿o es
simplemente que vos,
pidiendo demasiado,
después tomás tan poco? Es
nada más que la mañana
tan siempre gratuita y
tan sin exigencias,
cargada de mensajes
y sentido; como
por ejemplo: el día
es diferente de la noche
para algunos; mirá
cómo deslumbra el sur
en un resplandor
que despide un océano;
innumerable iridiscencia
de verde;
la forma
del huevo frío
que rompés
y con un tenedor
volvés a romper
y mezclás y volcás
en la sartén, donde sisea suave.
El sedimento
en tu mente va bajando
mientras algo se eleva
una idea, tal vez, 
como un árbol
cuando no es más que
dos pedacitos de cinta
verdes y arrugados
fijados a la tierra; un
recuerdo: más allá
de una caja de jabón
para la ropa Gold Dust
un cerezo florecido y
después lleno de fruta;
una cara, un nombre
sin cara,
agua con nombre:
Mediterráneo, Cazenovia, o
congelada, o 
que se va
por el inodoro; un
destello de
buen humor, no
más que un
guiño; y el sol
opaca su luz
detrás de un matutino
Times de nube.

Poema de James Schuyler, del libro Una ciudad blanca. Traducción: Laura Wittner



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