miércoles, 29 de mayo de 2013

El jardín secreto



Estreno en Buenos Aires, Jueves 6 de junio 
El jardín secreto
documental sobre la poeta Diana Bellessi
Dirigido por Cristián Costantini, Diego Panich y Claudia Prado.
Jueves de junio 19,30 hs.
Centro Cultural de la Cooperación
Av. Corrientes 1543 - Ciudad de Buenos Aires

lunes, 27 de mayo de 2013

Lectura de sábado


¡Imperdible y muy recomendado!


Diez consejos para jóvenes escritores


-por ETGAR KERET-

1. Asegúrate de que disfrutas escribir.
A los escritores siempre les gusta decir lo difícil que es el proceso de escritura y cuánto sufrimiento les produce. Están mintiendo. A la gente no le gusta admitir que vive de algo que de verdad disfruta.
Escribir es una manera de vivir otra vida. Muchas otras vidas. Las vidas de incontables personas que nunca has sido, pero que son tú por completo. Cada vez que te sientes y te encuentres con la página en blanco y lo intentes –aun cuando no tengas éxito– agradece la oportunidad de expandir los alcances de tu vida. Es divertido. Es groovy. Es dandy. Y no dejes que nadie te diga lo contrario.

2. Ama a tus personajes.
Para que un personaje sea real, tiene que haber por lo menos una persona en este mundo capaz de amarlo y entenderlo, sin importar si le gusta lo que el personaje hace o deja de hacer. Tú eres la mamá y el papá de los personajes que creas. Si tú no puedes amarlos, nadie podrá.

3. Cuando escribes no le debes nada a nadie.
En la vida real si no te comportas puedes terminar en la cárcel o en un hospital psiquiátrico, pero en la escritura todo se vale. Si en tu cuento hay un personaje que te atrae, bésalo. Si en tus historias hay una alfombra que odias, préndele fuego justo en medio de la sala. Cuando se trata de escribir, puedes destruir planetas enteros y erradicar civilizaciones completas con sólo presionar una tecla, y una hora después, cuando la viejita del piso de abajo te encuentre en el pasillo, ella te va a decir hola de todos modos.

4. Empieza siempre por en medio.
El principio es como el borde quemado de un pastel que tocó el molde. Lo necesitas sólo para empezar, pero no es realmente comestible.

5. Intenta no saber cómo acaba.
La curiosidad es una fuerza poderosa. No la dejes ir. Cuando vas a escribir un cuento o un capítulo, toma el control de la situación y de los motivos de tus personajes, pero siempre déjate sorprender por los giros en la trama.

6. No uses nada sólo porque «así es siempre».
Los párrafos, las comillas, los personajes que se llaman igual a pesar de haber cambiado de página: todo eso son sólo convenciones que existen a tu servicio. Si no te sirven, olvídate de ellas. El hecho de que una regla en particular funcione en todos los libros que has leído no quiere decir que también funcione en el tuyo.

 7. Escribe como tú mismo.
Si intentas escribir como Nabokov, siempre habrá por lo menos una persona (cuyo nombre es Nabokov) que lo hará mejor que tú. Pero cuando se trata de escribir como tú escribes, tú siempre serás el campeón mundial de ser tú mismo.

8. Asegúrate de estar solo cuando escribes.
A pesar de que escribir en cafeterías suene romántico, tener gente a tu alrededor probablemente hará que te comportes, te des cuenta o no. Cuando no hay nadie cerca, puedes hablar solo o sacarte un moco, incluso sin darte cuenta. Escribir es una especie de ese hurgar en la nariz, y cuando hay gente cerca, la tarea puede volverse menos natural.

9. Deja que las personas a las que les gusta lo que escribes te den confianza.
Y trata de ignorar a todos los demás. Lo que sea que hayas escrito simplemente no es para ellos. No te preocupes. Hay muchos otros escritores en el mundo. Si buscan lo suficiente, seguro que encontrarán a uno que cumpla sus expectativas.

10. Oye lo que todos tienen que decir, pero no escuches a nadie (sólo a mí).
La escritura es el terreno más privado en el mundo. Así como nadie puede enseñarte realmente cómo te gusta el café, nadie puede enseñarte realmente cómo escribir. Si alguien te da un consejo que suena bien y que se siente bien, úsalo. Si alguien te da un consejo que suena bien, pero que se siente mal,  no pierdas ni un segundo en él. Puede funcionar para alguien más, pero no para ti.

(Bonus)
11. Amor difícil.
El «bloqueo del escritor» es un término inventado por escritores muy consentidos y quejumbrosos para referirse a los periodos en que no se sienten inspirados. La asunción que se esconde tras este término es que la creatividad es una fuente eterna y con máxima potencia, por lo que si en determinado momento queremos escribir pero nada excepcional sale del otro lado de nuestro teclado o de nuestra pluma, debe haber alguna falla obstruyendo el ciclo natural de la creatividad continua.
Me gustaría plantear una perspectiva alternativa. La creatividad, como el amor, es un regalo. Y no te dan regalos todo el tiempo. Si vas a una cita y no te gusta el chico o la chica con el que saliste, no es que estés experimentando «bloqueo del enamorado»–sino que simplemente no estás amando en ese preciso momento, y si eres lo suficientemente paciente experimentarás amor en el futuro (probablemente en el lugar y la hora en que menos lo esperes). Si no escribes bien, sigue escribiendo cosas malas (no te preocupes, la mala escritura es completamente ecológica –no daña la capa de ozono ni hace que te de cáncer). Si se vuelve muy frustrante, deja de hacerlo –mejor juega bádminton, colecciona aviones a escala, o haz todas esas cosas que hace la gente que no escribe. Pero principalmente, espera pacientemente. (Pacientemente, en oposición a impacientemente, o enojadamente, o amargadamente –porque esa clase de espera no lleva a la buena escritura en el futuro. La paciencia sí.)
Escribir no es un hábito. Es una forma de expresión única. Y nadie te debe esa experiencia especial todos los días o semanalmente. Pero si haces un esfuerzo, en su ausencia, por seguir viviendo tu vida y experimentar nuevas cosas, eventualmente regresará. Y cuando lo haga, disfrútala tanto como puedas, antes de que se vaya otra vez.

[*] Traducción de José Miguel Rentería, con permiso del autor. Estos consejos estaban hasta ahora inéditos en español.

Etgar Keret (Israel, 1967) escribe cuentos, novelas, comics, guiones y es director de cine. Se lo considera uno de los narradores más exitosos de la literatura israelí contemporánea. La gran cantidad de premios, su reconocimiento internacional, y la traducción de sus libros a más de 30 idiomas dan cuenta de este suceso. En el 2007, ganó el premio Cámara de Oro a la Mejor Opera Prima en el Festival de Cannes por su película Medusas. En Israel, suscita adoración pero también polémicas y críticas feroces (especialmente por el sector más conservador). Actualmente es profesor adjunto en el departamento de Cine y Televisión de la Universidad de Tel Aviv.


sábado, 25 de mayo de 2013

Bilembambudín (El último mago)

Mis tíos me habían llevado al teatro. De vestido nuevo, de esos que más bien parecen de cristal, tanto hay que cuidarlos cuando una es chica y está entre personas mayores. De zapatos con tiritas, nuevos también y -debido a lo mismo- antipáticos por lo rígidos, no importa cuánto brille su charol.

No me sentía muy cómoda que digamos, con el largo pelo castigado en dos prolijas trenzas y obligada a comportarme "como una señorita" durante tres horas de mis nueve años. Por eso, cuando el anunciador dijo que un mago saldría a escena hasta que se solucionara no sé qué problema que tenían con los decorados de la obra que se iba a representar, me sentí contenta.

Pero mis tíos no. Y la gente que colmaba palcos y platea, tampoco.

Me di cuenta porque un murmullo de fastidio recorrió la sala.

El mismo murmullo que recibió al viejo mago Jeremías, en cuanto apareció sobre el escenario.

Sonriente bajo la galera que le sombreaba los ojos, exclamó, a la par que revoleaba la amplia capa negra:

-¡Distinguido público! ¡Damas y caballeros! ¡Esta tarde tendré el gusto de presentar a ustedes mi galera mágica! ¡Ya verán! Apenas la toco con mi varita, y... ¡Abracadabra! ¡Aquí tienen un conejo!

Y sí. De la galera apoyada sobre una mesa, el mago extrajo, en ese mismo instante, un gracioso conejito.

Me encantó.

Pero a mis tíos no. Y a las demás personas mayores que llenaban el teatro, tampoco. Tosecitas, carraspeos y susurros fueron la única respuesta al pase de magia, y mi aplauso fue interrumpido en la segunda palmada.

-¡Nena! ¡Shh! ¡No aplaudas! -me retó mi tía- ¡Este es un maguito de dos por cuatro!

"Dos por cuatro, ocho...", pensé, pero el mago ya estaba tocando otra vez su galera con la varita y lo que saldría de ella me interesaba mucho más que la tabla de multiplicar.

-¡Abracadabra! -y cinco palomas.

-¡Abracadabra! -y tulipanes.

-¡Abracadabra! -y una sombrilla.

-¡Abracadabra! - y un creciente zapateo comenzó a oírse por el teatro.

Pronto, se le agregaron silbatinas y palmoteos. Y expresiones de disgusto:

-¡Hace media hora que nos aburren con este fantoche!

-¡Basta de tonterías!

-¡Vinimos a un teatro, no a una fiesta de cumpleaños!

-¡Que empiece la obra!

-¡Somos gente grande!

-¡Somos gente seria!

-¡Hace rato que dejamos de ser chicos!

Sin perder la compostura ni la sonrisa, Jeremías dijo entonces:

-¡Distinguido público, mi función ha concluido!

-¡Bien! ¡Que se vaya de una vez! -gritaron algunos.

Pero Jeremías continuó hablando:

-Les ruego que disculpen mi torpeza. Soy el último mago que se atreve a actuar para un público adulto. Adiós.

-¡Abracadabra! -Ondas de fuego salieron del sombrero de copa.

Otro toque de varita y una enorme cabeza verde se asomó curiosa. Otro toque y un fantástico cuerpo de lomo dentellado emergió de la galera.

Otro toque más y más abracadabras y un gigantesco dragón sin alas saltó por fin sobre las primeras butacas de la platea, impulsando a todos los que las ocupaban a afinarse junto a las paredes. 

Por primera vez en esa tarde, las bocas quedaron abiertas. Como los ojos. Ni palabras ni pestañeos.

A un silbido del mago, el animal se echó mansamente a sus pies.

El viejo Jeremías lo montó entonces, tal como si fuera un tierno potrillito.

Nuevos movimientos de su varita y un camino verde como el dragón se desenrrollo por la sala del teatro. Y con la varita le puso manchones de cielo por arriba y retazos de césped por abajo. Y árboles a los costados. Y pájaros en los árboles. Y una lunita en el fondo, bien a lo lejos, tanto más luminosa que la que en ese momento empezaba a descolgar sus luces sobre las calles de la ciudad.

Y al encuentro de esa lunita inventada por él se fue Jeremías, montado sobre su fabuloso dragón. 

Claro que los espectadores nunca supieron si logró alcanzarla. Porque el mago corrió un telón alrededor de sí y toda la escena desapareció -tan pronto como había aparecido- al grito de: ¡Diente de cabra!

Enseguida y suavemente, el viento nos golpeó las caras con los nudillos de esa noche mágica.

Sí. Nos golpeó. A Jeremías y a mí. Porque yo también me trepé sobre el lomo del dragón y me fui con ellos.

De largas trencitas rubias y las rodillas al aire me fui.

Por eso, hoy -que ya soy tan grande como las personas que llenaban el teatro aquella tarde- puedo contarte esta historia.



Cap. 1 del libro Bilembambudín, de Elsa Bornemann

viernes, 24 de mayo de 2013

SEXA



 –Papá...
–¿Hummm?
–¿Cómo es el femenino de sexo?
–¿Qué?
–El femenino de sexo.
–No tiene.
–¿Sexo no tiene femenino?
–No.
–¿Sólo hay sexo masculino?
–Sí. Es decir, no. Existen dos sexos. Masculino y femenino.
–¿Y cómo es el femenino de sexo?
–No tiene femenino. Sexo es siempre masculino.
–Pero vos mismo dijiste que hay sexo masculino y femenino.
–El sexo puede ser masculino o femenino. La palabra "sexo" es masculina. El sexo masculino, el sexo femenino.
–¿No debería ser "la sexa"?
–No.
–¿Por qué no?
–¡Porque no! Disculpá. Porque no. "Sexo" es siempre masculino.
–¿El sexo de la mujer es masculino?
–Sí. ¡No! El sexo de la mujer es femenino.
–Y ¿cómo es el femenino?
–Sexo también. Igual al del hombre.
–¿El sexo de la mujer es igual al del hombre?
–Sí. Es decir... Mirá. Hay sexo masculino y sexo femenino, ¿no es cierto?
–Sí.
–Son dos cosas diferentes.
–Entonces, ¿cómo es el femenino de sexo?
–Es igual al masculino.
–Pero, ¿no son diferentes?
–No. O, ¡sí! Pero la palabra es la misma. Cambia el sexo, pero no cambia la palabra.
–Pero entonces no cambia el sexo. Es siempre masculino.
–La palabra es masculina.
–No. "La palabra" es femenino. Si fuese masculino sería "el pal..."
–¡Basta! Andá a jugar.

El muchacho sale y la madre entra.
El padre comenta: “Tenemos que vigilar a este chico...”.
–¿Por qué?
–Sólo piensa en gramática.

Cuento de Luis Fernando Verissimo, escritor y periodista brasilero.


lunes, 20 de mayo de 2013

El amor es esto


“Yo soy el invisible / anillo que sujeta / el mundo de la forma / al mundo de la idea. / Yo en fin soy ese espíritu, / desconocida esencia, / perfume misterioso / de que es vaso el poeta”. Cuando Gustavo Adolfo Bécquer buscó definir la poesía, eligió palabras como invisible anillo, idea, espíritu, desconocida esencia, perfume misterioso, es decir, términos que refieren a la imposibilidad de traducirla en definiciones precisas. ¿Qué reseñar al reseñar un libro de poemas? ¿Qué contar? Difícil responder estas preguntas, aunque vale la pena cuando la poesía es la de Mariana Chami en su libroEl amor es esto.
Mariana es una joven poeta, cuyos otros libros publicados son Territorio del cuerpo y Antes de mí. En esta oportunidad, el prólogo de Liliana Bodoc es la mejor puerta de entrada a los textos. Sumamente poético, nos habla de una tensión entre el afuera y el adentro: “mío es el silencio de la casa / como una marca de territorio /que siendo copia / parece auténtica”; y entre la mirada adulta y la de niña: “Vuelve a mí / el olor a baldosas mojadas / de aquel verano en la casa de Estomba”.
El amor es esto está escrito además –y aunque parezca una obviedad– con un lenguaje poético formado por todos los recursos literarios que suelen abundar en los poemas. Sin embargo, nada es trillado, porque el libro trae a la memoria diferentes vivencias en cada lector, lo remite a distintos sentimientos que surgen del poder evocador de la palabra cotidiana y despojada, pero profunda. Y esa evocación es posible porque, según Jorge Luis Borges (“El enigma de lo poético”), la poesía “no es algo extraño: está acechando […] a la vuelta de la esquina”.
Si como señalamos, hay un yo que mira, que recuerda, que reflexiona, también en los poemas surgen otras voces, otras presencias. Por momentos, estas se resumen en un nosotros que no disuelve a esa primera persona, sino que la contextualiza, la identifica y la individualiza frente a los otros, la redefine en un diálogo constante con aquellos que pueblan el afuera, pero que se interiorizan en el yo poético. Todo es afuera y adentro, pasado y presente, la búsqueda de ese lugar mítico en el que se puede ser lo que uno siempre soñó.
La puntuación justa, la cadencia de la palabra, el manejo del verso como unidad fónica son otros de los logros de Mariana Chami que se inclina por una poesía más bien clásica que nos recuerda al Machado que habla de su infancia o al Neruda del verso claro, pero trascendente.
Volviendo a Borges, él asegura que sabemos qué es la poesía. “Lo sabemos tan bien que no podemos definirla con otras palabras, como somos incapaces de definir el sabor del café, el color rojo o amarillo o el significado de la ira, el amor, el odio, el amanecer, el atardecer o el amor por nuestro país. Estas cosas están tan arraigadas en nosotros que sólo pueden ser expresadas por esos símbolos comunes que compartimos. ¿Y por qué habríamos de necesitar más palabras?”. No las necesitamos, porque más que hablar de El amor es esto, conviene leer el libro y asumir la cuota de poesía que habita en cada una de nuestras vidas.
Adriana Santa Cruz
Reseña del libro El amor es esto, publicada en leedor.com
http://www.leedor.com/contenidos/literatura/el-amor-es-esto-mariana-chami

martes, 14 de mayo de 2013

1916

22 de enero. (Villa Pauline, Bandol). Ahora, en realidad, ¿qué es lo que quiero escribir? Me pregunto, ¿soy menos escritora de lo que solía ser? ¿Es mi necesidad de escribir menos urgente? ¿Me sigue pareciendo natural continuar con esta forma de expresión? ¿Ha sido suficiente el lenguaje? ¿Deseo algo más que relatar, que recordar, que tranquilizarme?

Hay momentos en que estos pensamientos me medio asustan y casi me convencen. Me digo: estás ahora tan llena de ti misma, del placer de estar viva, de vivir, de aspirar a un mayor sentido de la vida y de un amor más profundo que se te ha consumido lo otro.

Pero no, en el fondo no estoy convencida pues en el fondo mi deseo de escribir nunca ha sido tan ardiente. Solo la forma que escogería para hacerlo ha cambiado totalmente. Ya no me preocupa la misma apariencia de las cosas. Las personas que vivieron y que yo deseaba llevar a mis relatos me dejan perfectamente fría. No pongo en duda que todas estas personas existen y que todas sus diferencias, complejidades y resoluciones son verdaderas para ellos, pero ¿por qué debería yo escribir sobre ellos? No los siento próximos. Se han cortado completamente todos los falsos hilos que me vinculaban a ellos.

(...) También quiero escribir poesía. En el umbral de la poesía me encuentro siempre temblando. El almendro, los pájaros, el pequeño bosque donde estás tú, las flores que no ves, la ventana abierta a la que me asomo, y donde sueño que te tengo apoyado en mi hombro, y las veces en que tu foto "parece triste". Pero sobre todo te quiero escribir un tipo de elegía larga... tal vez no en verso. Quizás, tampoco en prosa. Casi seguro será un tipo de prosa especial.

Y por fin quiero escribir una especie de libro de notas mínimas, para que se publique algún día. Eso es todo. Nada de novelas, ni relatos de problemas, nada que no sea simple, abierto.


Extracto del Diario de Katherine Mansfield, (DeBolsillo, 2011)




miércoles, 8 de mayo de 2013

El ruido de los ríos


El juego de la vida

No sé qué pasó
con ese papelito
donde estaban las instrucciones.

......


Palabras

Cuando escribo la palabra árbol
yo no sé si es el árbol que vimos.

Cuando escribo la palabra cama
yo no sé si es mi cama que espera.

Y cuando escribo esto que te digo
yo no sé si sos vos la que lee.

......


Plaza de Mayo

Una noche
como cualquier otra:
caminás por el centro
escuchás rocanroles
mientras el Toti apila cajas
empuja su carrito
y Rodolfo duerme
a cuarenta y ocho pasos del Cabildo.

Me acerco:
¿Cómo le va don Rodolfo?
¿Qué hacés Toti?, vení
que los milagros cada tanto
suceden, y por suerte Güerrin
todavía está abierto (yo invito).

Moscato pizza fainá
soda.
La clave está en la soda:
que hincha, engorda
los cuerpos se transforman en burbuja
y volamos
nos subimos a la mágica alfombra
y volamos, volamos
hasta ese lejano lugar
donde abrigan las estrellas.

......


Simulacro de Haikus

El árbol 
nos mira
correr.

***

Las paredes
se caen.
Debe ser la humedad.

***

Es otra
la frecuencia
del grillo que canta.

***

Las cucarachas
respiran
nuestro mismo aire.

***

De cuadradito
en cuadradito
la vida del peón.

***

Monedas
cigarrillos
piden los locos.

***

Las palabras
no sirven para nada,
piensa el árbol.




Poemas del libro El ruido de los ruidos, de Andrés Lewin (2011, Ed. En el aura del sauce)

lunes, 6 de mayo de 2013

*****


Habitantes del planeta yo, Federico Manuel Peralta Ramos, me dirijo a ustedes para comunicarles los mandamientos de una nueva religión que he inventado.

 1. Ser gánico.*
 2. Hay que irse a los bofes.
 3. A Dios hay que dejarlo tranquilo.
 4. Perder tiempo.

 5. No perder tiempo.
 6. Regalar dinero.
 7. No distraerse.
 8. Ampliar la esencia hasta llegar al halo.
 9. Vivir poéticamente.
10. Hacer programas aburridísimos.
11. Tratar de divertirse todo el tiempo.
12. Creer en el gran despelote universal, tomar como punto de referencia eso.
13. No endiosar nada.
14. Superar lo controlable.
15. Superar el plano físico.
16. Jugar con todo.
17. Darse cuenta.
18. Creer en un mundo invisible, más allá del plano físico, más allá de los lejos y los cerca.
19. Hay que andar liviano en este mundo, o no.
20. Provocar movimiento.
21. Despreciar todo.
22. No mandar.
23. Flotar.


*Ser gánico significa hacer siempre lo que uno tiene ganas.

Si no tienen ganas no cumplan con ninguno. Clavar esto con una chinche en la pared.



sábado, 4 de mayo de 2013

La redoma


Los «domingos» en la casa de mi abuela comenzaban, en realidad, los sábados, cuando mi padre por fin me hacía subir al auto: 
—Listo..., vamos... 

Yo andaba rondándolo desde hacía rato. Es decir, no rondándolo precisamente, porque la experiencia me enseñó que esto resultaba contraproducente, sino más bien poniéndome a su disposición en silencio y sin parecer hacerlo: a lo sumo me atrevía a toser junto a la puerta del dormitorio si su siesta con mi madre se prolongaba, o jugaba cerca de ellos en la sala, intentando atrapar la vista de mi padre y mediante una sonrisa arrancarlo de su universo para recordarle que yo existía, que eran las cuatro de la tarde, las cuatro y media, las cinco, hora de llevarme a la casa de mi abuela. 

Me metía en el auto y salíamos del centro. 

Recuerdo sobre todo los cortos sábados de invierno. A veces ya estaba oscureciendo cuando salíamos de la casa, el cielo lívido como una radiografía de los árboles pelados y de los edificios que dejábamos atrás. Al subir al auto, envuelto en chalecos y bufandas, alcanzaba a sentir el frío en la nariz y en las orejas, y además en la punta de los pulgares, en los hoyos producidos por mi mala costumbre de devorar la lana de mi guante tejido. Mucho antes de llegar a la casa de mi abuela ya había oscurecido completamente. Los focos de los autos penetrando la lluvia se estrellaban como globos navideños en nuestro parabrisas enceguecedor: se acercaban y nos pasaban lentamente. Mi padre disminuía nuestra velocidad esperando que amainara el chubasco. Me pedía que le alcanzara sus cigarrillos, no, ahí no, tonto, el otro botón, en la guantera, y enciende uno frente a la luz roja de un semáforo que nos detiene. Toco el frío con mi pulgar desnudo en el vidrio, donde el punto rojo del semáforo se multiplica en millones de gotas suspendidas; lo reconozco pegado por fuera a ese vidrio que me encierra en esta redoma de tibieza donde se fracturan las luces que borronean lo que hay afuera, y yo aquí, tocando el frío, apenas, en la parte de adentro del vidrio. De pronto, presionada por la brutalidad de mi pulgar, una de las gotas rojas se abre como una arteria desangrándose por el vidrio y yo trato de contener la sangre, de estancarla de alguna manera, y lo miro a él por si me hubiera sorprendido destruyendo..., pero no: pone en movimiento el auto y seguimos en la fila a lo largo del río. El río ruge encerrado en su cajón de piedras como una fiera enjaulada. Las crecidas de este año trajeron devastación y muerte, murmuran los grandes. Sí. Les aseguraré que oí sus rugidos: mis primos boquiabiertos oyéndome rugir como el río que arrastra cadáveres y casas..., sí, sí, yo los vi. Entonces ya no importa que ellos sean cuatro y yo uno. Los sábados a ellos los llevan a la casa de mi abuela por otras calles, desde otra parte de la ciudad, y no pasan cerca del río. 

Hasta que doblamos por la calle de mi abuela. Entonces, instantáneamente, lo desconocido y lo confuso se ordenaban. Ni los estragos de las estaciones ni los de la hora podían hacerme extraña esta calle bordeada de acacias, ni confundirla con tantas otras calles casi iguales. Aquí, la inestabilidad de departamentos y calles y casas que yo habitaba con mis padres durante un año o dos y después abandonábamos para mudarnos a barrios distintos, se transformaba en permanencia y solidez, porque mis abuelos siempre habían vivido aquí y nunca se cambiarían. Era la confianza, el orden: un trazado que reconocer como propio, un saber dónde encontrar los objetos, un calzar de dimensiones, un reconocer el significado de los olores, de los colores en este sector del universo que era mío. 

(...) Pero recuerdo también cuando era sábado y era primavera, las ventanillas del auto abiertas y la camisa de mi padre desabrochada al cuello y el pelo volándole sobre la frente, y yo, con las manos apoyadas sobre la ventanilla como un cachorro, asomaba la cara para beber ese aire nuevo. Me bajo en cuanto el auto se detiene ante el portón. Toco el timbre. Alrededor del primer acacio hay un mantel de flores blancas. Mi padre toca la bocina impaciente. Me hinco sobre el mantel blanco sin que él, distraído encendiendo otro cigarrillo, me riña por ensuciarme. Las flores no parecen flores. Son como cosas, cositas: tan pequeñas, tantas. Un labio extendido y una diminuta lengua dura. Las barro con las manos para acumular un montón cuyo blanco amarillea, y el olor a baldosa caldeada y a polvo sube hasta mis narices por entre las flores dulzonas. Mi montón crece. Queda descubierta una baldosa distinta, rojiza, más suave, una baldosa especial que lleva una inscripción. Como si hubieran enterrado a un duende bajo ella: sí, eso le diría a mi abuela. Deletreo cuidadosamente la inscripción. 

—Papá... 
—Qué... 
Toca la bocina otra vez. 
—Aquí dice Roberto Matta, Constructor... 
—El hizo el embaldosado. Primo mío. 
—Si sé. Mi tío Roberto. 
—No. No ese. Otro. 
—Ah... 

Fragmento de la novela Este domingo, de José Donoso (1966)




jueves, 2 de mayo de 2013

De mañana bien temprano

un naranja devora
las capas de nubes y
te levantás, te ponés
tu vida diaria
ya medio usada, gastada
pero cómoda, como unos viejos jeans: al menos
conocida. El agua
hierve, el café
perfuma el aire
y la luz plana se sumerge
entre las ramas superpuestas de un abeto balsámico
encendiéndole el tronco.
Otros árboles apenas
reciben un raspón hacia el oeste.
Un cuzquito tenaz
deja huellas oscuras
en el rocío azul. El día
ofrece tanto, tiene
tan poco ¿o es
simplemente que vos,
pidiendo demasiado,
después tomás tan poco? Es
nada más que la mañana
tan siempre gratuita y
tan sin exigencias,
cargada de mensajes
y sentido; como
por ejemplo: el día
es diferente de la noche
para algunos; mirá
cómo deslumbra el sur
en un resplandor
que despide un océano;
innumerable iridiscencia
de verde;
la forma
del huevo frío
que rompés
y con un tenedor
volvés a romper
y mezclás y volcás
en la sartén, donde sisea suave.
El sedimento
en tu mente va bajando
mientras algo se eleva
una idea, tal vez, 
como un árbol
cuando no es más que
dos pedacitos de cinta
verdes y arrugados
fijados a la tierra; un
recuerdo: más allá
de una caja de jabón
para la ropa Gold Dust
un cerezo florecido y
después lleno de fruta;
una cara, un nombre
sin cara,
agua con nombre:
Mediterráneo, Cazenovia, o
congelada, o 
que se va
por el inodoro; un
destello de
buen humor, no
más que un
guiño; y el sol
opaca su luz
detrás de un matutino
Times de nube.

Poema de James Schuyler, del libro Una ciudad blanca. Traducción: Laura Wittner