sábado, 25 de mayo de 2013

Bilembambudín (El último mago)

Mis tíos me habían llevado al teatro. De vestido nuevo, de esos que más bien parecen de cristal, tanto hay que cuidarlos cuando una es chica y está entre personas mayores. De zapatos con tiritas, nuevos también y -debido a lo mismo- antipáticos por lo rígidos, no importa cuánto brille su charol.

No me sentía muy cómoda que digamos, con el largo pelo castigado en dos prolijas trenzas y obligada a comportarme "como una señorita" durante tres horas de mis nueve años. Por eso, cuando el anunciador dijo que un mago saldría a escena hasta que se solucionara no sé qué problema que tenían con los decorados de la obra que se iba a representar, me sentí contenta.

Pero mis tíos no. Y la gente que colmaba palcos y platea, tampoco.

Me di cuenta porque un murmullo de fastidio recorrió la sala.

El mismo murmullo que recibió al viejo mago Jeremías, en cuanto apareció sobre el escenario.

Sonriente bajo la galera que le sombreaba los ojos, exclamó, a la par que revoleaba la amplia capa negra:

-¡Distinguido público! ¡Damas y caballeros! ¡Esta tarde tendré el gusto de presentar a ustedes mi galera mágica! ¡Ya verán! Apenas la toco con mi varita, y... ¡Abracadabra! ¡Aquí tienen un conejo!

Y sí. De la galera apoyada sobre una mesa, el mago extrajo, en ese mismo instante, un gracioso conejito.

Me encantó.

Pero a mis tíos no. Y a las demás personas mayores que llenaban el teatro, tampoco. Tosecitas, carraspeos y susurros fueron la única respuesta al pase de magia, y mi aplauso fue interrumpido en la segunda palmada.

-¡Nena! ¡Shh! ¡No aplaudas! -me retó mi tía- ¡Este es un maguito de dos por cuatro!

"Dos por cuatro, ocho...", pensé, pero el mago ya estaba tocando otra vez su galera con la varita y lo que saldría de ella me interesaba mucho más que la tabla de multiplicar.

-¡Abracadabra! -y cinco palomas.

-¡Abracadabra! -y tulipanes.

-¡Abracadabra! -y una sombrilla.

-¡Abracadabra! - y un creciente zapateo comenzó a oírse por el teatro.

Pronto, se le agregaron silbatinas y palmoteos. Y expresiones de disgusto:

-¡Hace media hora que nos aburren con este fantoche!

-¡Basta de tonterías!

-¡Vinimos a un teatro, no a una fiesta de cumpleaños!

-¡Que empiece la obra!

-¡Somos gente grande!

-¡Somos gente seria!

-¡Hace rato que dejamos de ser chicos!

Sin perder la compostura ni la sonrisa, Jeremías dijo entonces:

-¡Distinguido público, mi función ha concluido!

-¡Bien! ¡Que se vaya de una vez! -gritaron algunos.

Pero Jeremías continuó hablando:

-Les ruego que disculpen mi torpeza. Soy el último mago que se atreve a actuar para un público adulto. Adiós.

-¡Abracadabra! -Ondas de fuego salieron del sombrero de copa.

Otro toque de varita y una enorme cabeza verde se asomó curiosa. Otro toque y un fantástico cuerpo de lomo dentellado emergió de la galera.

Otro toque más y más abracadabras y un gigantesco dragón sin alas saltó por fin sobre las primeras butacas de la platea, impulsando a todos los que las ocupaban a afinarse junto a las paredes. 

Por primera vez en esa tarde, las bocas quedaron abiertas. Como los ojos. Ni palabras ni pestañeos.

A un silbido del mago, el animal se echó mansamente a sus pies.

El viejo Jeremías lo montó entonces, tal como si fuera un tierno potrillito.

Nuevos movimientos de su varita y un camino verde como el dragón se desenrrollo por la sala del teatro. Y con la varita le puso manchones de cielo por arriba y retazos de césped por abajo. Y árboles a los costados. Y pájaros en los árboles. Y una lunita en el fondo, bien a lo lejos, tanto más luminosa que la que en ese momento empezaba a descolgar sus luces sobre las calles de la ciudad.

Y al encuentro de esa lunita inventada por él se fue Jeremías, montado sobre su fabuloso dragón. 

Claro que los espectadores nunca supieron si logró alcanzarla. Porque el mago corrió un telón alrededor de sí y toda la escena desapareció -tan pronto como había aparecido- al grito de: ¡Diente de cabra!

Enseguida y suavemente, el viento nos golpeó las caras con los nudillos de esa noche mágica.

Sí. Nos golpeó. A Jeremías y a mí. Porque yo también me trepé sobre el lomo del dragón y me fui con ellos.

De largas trencitas rubias y las rodillas al aire me fui.

Por eso, hoy -que ya soy tan grande como las personas que llenaban el teatro aquella tarde- puedo contarte esta historia.



Cap. 1 del libro Bilembambudín, de Elsa Bornemann

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