martes, 31 de diciembre de 2013

¿Cómo se escribe?

Cuando no estoy escribiendo, yo simplemente no sé como se escribe. Y si no sonara infantil y falsa esta pregunta que es de las más sinceras, yo elegiría a un amigo escritor y le preguntaría: ¿cómo se escribe?

Porque, realmente, ¿cómo se escribe? ¿qué se dice? ¿cómo se dice? Y ¿cómo se empieza? Y ¿qué se hace con el papel en blanco que nos enfrenta tranquilo?

Sé que la respuesta, por más que intrigue, es esta única: escribiendo. Soy la persona que más se sorprende al escribir. Y todavía no me habitué a que me llamen escritora. Porque, salvo las horas en que escribo, no sé en absoluto escribir. ¿Será que escribir no es un oficio? ¿No hay aprendizaje, entonces? ¿Qué es? Solo me consideraré escritora el día en que yo diga: sé cómo se escribe.

Revelación de un mundo (Adriana Hidalgo, 2011) de Clarice Lispector


lunes, 9 de diciembre de 2013

La vida suspendida




Invitación especial para la presentación de La vida suspendida, de Andrés Lewin.

Los espero el 11/12 a las 20 h

¡Ojalá puedan venir!

martes, 26 de noviembre de 2013

Salvaje

Por fin, acá les presento nuevo libro: Salvaje.

Gracias Ediciones del Dock, gracias Juan Fernando García, por la bellísima contratapa y gracias a todos aquellos que me acompañaron durante el proceso. ¡Que lo disfruten!


Ya está disponible en librerías.

viernes, 25 de octubre de 2013

Licencia para mentir














Presentación de la novela Licencia para mentir, de Cecilia Trosman.
Jueves 7/11/2013
19 h
Av. Las Heras 2555

jueves, 24 de octubre de 2013

El valor de los secretos

"Una de las cosas más sugerentes del relato es lo que funciona por alusión, lo que no está necesariamente dicho pero que determina las acciones de los personajes. Creo que una de las cosas más difíciles y sugerentes de lograr es el control de lo no-dicho, el valor de los secretos".

Juan Villoro


¿El final lo sabía anticipadamente?
Yo creo que es mejor escribir tanto novela como relato cuando se tiene una noción del final y uno escribe más de atrás hacia delante. En mis primeros relatos, subía, por así decirlo, al ring sin saber que estrategia iba a tener y según los golpes que recibía iba yo reaccionando. Hoy en día trato de tener un final dominado que potencie el camino que conduce a él.

¿Aunque después lo cambie?
Claro, porque muchas veces el proceso de escritura consiste en extraviarte para encontrar la ruta que buscabas en secreto y que sólo te la podía dar el proceso escriturario. Todos hemos hecho ese proceso casi chamánico para acabar escribiendo algo que no sabíamos que íbamos a escribir. Al final de una larga expedición uno es otra persona.

¿Qué le diría a quien desea ver publicados sus trabajos literarios?
Un escritor no debe renunciar a su propia voz ni a su propia apuesta. La literatura es un juego de tahúres y uno debe confiar en la carta con la que juega. Si esa carta es triunfadora, es una cuestión de suerte y así se debe entender, pero no se debe cambiar la apuesta. Paciencia y barajar, decía Cervantes. Considerar que tú tienes razón y no el mundo.

Fragmento de entrevista a Juan Villoro, realizada por Silvia Adela Kohan
Publicada en Escribir y Publicar

sábado, 19 de octubre de 2013

El collar de fideos


*
Todas nos empezamos a parecer a nuestras mamás
cuando pasa el tiempo
nos ponemos grandotas
percheronas
la mirada
más hermosa
como de alguien que puede
defenderse de todo
como de alguien que está
enamorada de sí misma
en los momentos
de soledad.

*
Una lluvia finita
puntillosa
apenas hace ruido
sobre las hojas de los árboles
sobre el pasto y lo deja
lleno de perlas
es delicioso
estar debajo de esta lluvia
que habla en secreto
pero al rato da frío.

*
El tendal de ropa
cómo me gusta
mejor que las guirnaldas
que las banderas
tan variado
cada prenda vuela a su modo
cuando hay viento
algunas trágicas
otras bailanteras
y sin embargo es una unidad
cada tendal
como una familia numerosa
los broches son pájaros.

*
La remolacha
con su piel de foca
morada
cuando está desnuda
la panzona.


Poemas del libro El collar de fideos, de Roberta Iannamico (Ediciones Vox, 2001)

lunes, 7 de octubre de 2013

Le debemos tanto a las letras

He dedicado una parte de mi vida a las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura; otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.
Emerson coincide con Montaigne en el hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de felicidad. Le debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído. Yo tengo ese culto del libro.

Jorge Luis Borges

jueves, 3 de octubre de 2013

No entender

No entiendo. Esto es tan vasto que supera cualquier entender. Entender es siempre limitado. Pero no entender puede no tener fronteras. Siento que soy mucho más completa cuando no entiendo. No entender, del modo en que lo digo, es un don. No entender, pero no como un simple espíritu. Lo bueno es ser inteligente y no entender. Es una bendición extraña, como tener locura sin ser demente. Es un manso desinterés, es una dulzura de estupidez. Solo que de vez en cuando viene la inquietud: quiero entender un poco. No demasiado: pero por lo menos entender que no entiendo.

Clarice Lispector, fragmento del libro Descubrimientos (Adriana Hidalgo, 2010)

miércoles, 18 de septiembre de 2013

La mujer que escribió un diccionario

Por Gabriel García Marrquez

Hace tres semanas, de paso por Madrid, quise visitar a María Moliner. Encontrarla no fue tan fácil como yo suponía: algunas personas que debían saberlo ignoraban quién era, y no faltó quien la confundiera con una célebre estrella de cine. Por fin logré un contacto con su hijo menor, que es ingeniero industrial en Barcelona, y él me hizo saber que no era posible visitar a su madre por sus quebrantos de salud. Pensé que era una crisis momentánea y que tal vez pudiera verla en un viaje futuro a Madrid. Pero la semana pasada, cuando ya me encontraba en Bogotá, me llamaron por teléfono para darme la mala noticia de que María Moliner había muerto. Yo me sentí como si hubiera perdido a alguien que sin saberlo había trabajado para mí durante muchos años. María Moliner -para decirlo del modo más corto- hizo una proeza con muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana. Se llama Diccionario de uso del español, tiene dos tomos de casi 3.000 páginas en total, que pesan tres kilos, y viene a ser, en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y -a mi juicio- más de dos veces mejor. María Moliner lo escribió en las horas que le dejaba libre su empleo de bibliotecaria, y el que ella consideraba su verdadero oficio: remendar calcetines. Uno de sus hijos, a quien le preguntaron hace poco cuántos hermanos tenía, contestó: «Dos varones, una hembra y el diccionario». Hay que saber cómo fue escrita la obra para entender cuánta verdad implica esa respuesta.

María Moliner nació en Paniza, un pueblo de Aragón, en 1900. O, como ella decía con mucha propiedad: « En el año cero". De modo que al morir había cumplido los ochenta años. Estudió Filosofía y Letras en Zaragoza y obtuvo, mediante concurso, su ingreso al Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios de España. Se casó con don Fernando Ramón y Ferrando, un prestigioso profesor universitario que enseñaba en Salamanca una ciencia rara: base física de la mente humana. María Moliner crió a sus hijos como toda una madre española, con mano firme y dándoles de comer demasiado, aun en los duros años de la guerra civil, en que no habla mucho que comer. El mayor se hizo médico investigador, el segundo se hizo arquitecto y la hija se hizo maestra. Sólo cuando el menor empezó la carrera de ingeniero industrial, María Moliner sintió que le sobraba demasiado tiempo después de sus cinco horas de bibliotecaria, y decidió ocuparlo escribiendo un diccionario. La idea le vino del Learner's Dictionary, con el cual aprendió el inglés. Es un diccionario de uso; es decir, que no sólo dice lo que significan las palabras, sino que indica también cómo se usan, y se incluyen otras con las que pueden reemplazarse. «Es un diccionario para escritores», dijo María Moliner una vez, hablando del suyo, y lo dijo con mucha razón. En el diccionario de la Real Academia de la Lengua, en cambio, las palabras son admitidas cuando ya están a punto de morir, gastadas por el uso, y sus definiciones rígidas parecen colgadas de un clavo. Fue contra ese criterio de embalsamadores que María Moliner se sentó a escribir su diccionario en 1951. Calculó que lo terminaría en dos años, y cuando llevaba diez todavía andaba por la mitad. «Siempre le faltaban dos años para terminar», me dijo su hijo menor. Al principio le dedicaba dos o tres horas diarias, pero a medida que los hijos se casaban y se iban de la casa le quedaba más tiempo disponible, hasta que llegó a trabajar diez horas al día, además de las cinco de la biblioteca. En 1967 -presionada sobre todo por la Editorial Gredos, que la esperaba desde hacía cinco años- dio el diccionario por terminado. Pero siguió haciendo fichas, y en el momento de morir tenía varios metros de palabras nuevas que esperaba ver incluidas en las futuras ediciones. En realidad, lo que esa mujer de fábula había emprendido era una carrera de velocidad y resistencia contra la vida.

Su hijo Pedro me ha contado cómo trabajaba. Dice que un día se levantó a las cinco de la mañana, dividió una cuartilla en cuatro partes iguales y se puso a escribir fichas de palabras sin más preparativos. Sus únicas herramientas de trabajo eran dos atriles y una máquina de escribir portátil, que sobrevivió a la escritura del diccionario. Primero trabajó en la mesita de centro de la sala. Después, cuando se sintió naufragar entre libros y notas, se sirvió de un tablero apoyado sobre el respaldar de dos sillas. Su marido fingía una impavidez de sabio, pero a veces medía a escondidas las gavillas de fichas con una cinta métrica, y les mandaba noticias a sus hijos. En una ocasión les contó que el diccionario iba ya por la última letra, pero tres meses después les contó, con las ilusiones perdidas, que había vuelto a la primera. Era natural, porque María Moliner tenía un método infinito: pretendía agarrar al vuelo todas las palabras de la vida. «Sobre todo las que encuentro en los periódicos», dijo en una entrevista. «Porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento por necesidad». Sólo hizo una excepción: las mal llamadas malas palabras, que son muchas y tal vez las más usadas en la España de todos los tiempos. Es el defecto mayor de su diccionario, y María Moliner vivió bastante para comprenderlo, pero no lo suficiente para corregirlo.


Pasó sus últimos años en un apartamento del norte de Madrid, con una terraza grande, donde tenía muchos tiestos de flores, que regaba con tanto amor como si fueran palabras cautivas. Le complacían las noticias de que su diccionario había vendido más de 10.000 copias, en dos ediciones, que cumplía el propósito que ella se había impuesto y que algunos académicos de la lengua lo consultaban en público sin ruborizarse. A veces le llegaba un periodista desperdigado. A uno que le preguntó por qué no contestaba las numerosas cartas que recibía le contestó con más frescura que la de sus flores: «Porque soy muy perezosa». En 1972 fue la primera mujer cuya candidatura se presentó en la Academia de la Lengua, pero los muy señores académicos no se atrevieron a romper su venerable tradición machista. Sólo se atrevieron hace dos años, y aceptaron entonces la primera mujer, pero no fue María Moliner. Ella se alegró cuando lo supo, porque le aterrorizaba la idea de pronunciar el discurso de admisión. «¿Qué podía decir yo », dijo entonces, «si en toda mi vida no he hecho más que coser calcetines?».

Nota publicada por Gabriel García Marquez en el diario El País (10/02/1981)

martes, 10 de septiembre de 2013

Los lugares comunes -por Andruetto-


“El único modo de evitar los lugares comunes es mirando en profundidad, no se trata tanto de una cuestión de temas sino de un modo de abordar lo que se mira. Si quieres mejores resultados, prueba cavando en el mismo sitio, decía Yorgos Seferis. El lugar común está en lo superficial, si ahondamos en “lo común” aparece lo particular. Mirado en profundidad, nada de lo humano es común ni es ajeno. En la capacidad de encontrar lo particular, de mirar con profundidad el corazón del hombre, está la potencia de un escritor”.

María Teresa Andruetto