Para
contar esta historia me gustaría volver a tener trece años, volver a esos días
en los que no me interesaba la política ni la manera en que estaba dividido el
mundo. Mi mundo era nuestra isla en el Delta, cada día de ese verano en el que
conocí a Yagu, a Tatú y a Caroline (que, en inglés, se dice Carolain y con una
erre distinta). En esos días, los ingleses eran solo Caroline y su papá,
nuestros vecinos de la isla, no una nación que queda en otra isla muy lejana
con reyes y primeros ministros, habitantes, soldados, y la idea, compartida por
muchos, de que hay que apropiarse de partes del mundo que parecen no tener
dueño.
Yagu
y Tatú llegaron a la isla un jueves de enero, en el medio de nuestras
vacaciones de verano. Mis hermanos y el hijo del doctor se bañaban en el río,
pero a mí se me habían puesto los labios azules y mamá me había obligado a
salir del agua y acostarme al sol. Los perros corrieron ladrando al muelle de
los ingleses -le decíamos así porque era el muelle de la casa de Caroline y su
papá y yo dejé el calorcito de las maderas y me levanté para ver quién llegaba.
La colectiva aminoró la marcha y empezó las maniobras de atraque. Yagu estaba
en el techo buscando la valija entre las cajas para el almacén, las bolsas de
naranjas que la colectiva llevaba al Tigre y la torre de hueveras de cartón
llenas de huevos frescos para el papá de Caroline. Tatú apareció por la popa de
la colectiva, subió al muelle y atajó la valija que le tiró Yagu desde el
techo. Era una valija verde, grande, pero él ni se tambaleó. La atajó, la bajó
y se agachó a acariciar a los perros y a hablarles como si hubiera llegado sólo
para visitarlos a ellos.
Todos
nos quedamos mirando el desembarco de los recién llegados. Y esto fue lo que
vimos, o, mejor dicho, lo que vi yo, porque los varones nunca parecían ver las
mismas cosas que yo. Caroline apareció en el muelle en el momento en que Yagu
saltaba del techo. Y Yagu aterrizó tan cerca de ella que casi la tocaba. Por un
momento se quedaron los dos muy cerca, se miraron, se midieron, se gustaron
tanto -vi yo que no se podían mover. Después, Yagu se alejó y se rió y dijo
algo que no pude escuchar. Ella ni le sonrió. Era seca Caroline. Esa era la
palabra que usaba papá. Seca. Como todos los ingleses, decía papá. El de la
colectiva le pasó la torre de huevos a Caroline y la colectiva se alejó con su
rugido. Los chicos aprovecharon las olas para tirarse al agua otra vez, pero yo
me quedé mirando a esos tres ahí. A Caroline y a Yagu, que parecían
hipnotizados, y a Tatú, con los perros; hasta el Negro, el perro más malo, lo
saludaba como si se conocieran de toda la vida.
Ese
es el principio de la historia: Tatú, Yagu y Caroline en el muelle, el sol
caliente de enero, ella con la torre de huevos, Yagu con la valija verde, Tatú
y los perros. Estábamos a un paso del cambio más grande de nuestra vida y no
teníamos ninguna manera de saberlo.
Extracto del cuento Las otras islas, de Inés Garland (publicado en el libro Las otras islas, antología)
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