“Fue en ese momento
cuando leyó sobre la lápida la fecha de nacimiento de su padre, percatándose
entonces de haberla ignorado. Después leyó las dos fechas, «1885-1914», e hizo
maquinalmente el cálculo: veintinueve años. De pronto le asaltó un pensamiento
que lo sacudió incluso físicamente. El tenía cuarenta. El hombre enterrado bajo
esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que él.
Y la ola de ternura y compasión que de golpe le
colmó el corazón no era el movimiento del ánimo que lleva al hijo a recordar al
padre desaparecido, sino la piedad conmovida que un hombre formado siente ante
el niño injustamente asesinado, algo había ahí que escapaba al orden natural y,
a decir verdad, ni siquiera tal orden existía, sino sólo locura y caos en el
momento en que el hijo era más viejo que el padre. La sucesión misma del tiempo
estallaba alrededor de él, inmóvil, entre esas tumbas que ya no veía, y los
años no se ordenaban en ese gran río que fluye hacia su fin. Los años no eran
más que estrépito, resaca y agitación, y Jacques Cormery se debatía ahora presa
de angustia y piedad. Miraba las otras lápidas del entorno y reconocía por las
fechas que ese suelo estaba sembrado de niños que habían sido los padres de
hombres encanecidos que creían estar vivos en ese momento".
Fragmento de El primer hombre, Albert Camus