sábado, 29 de junio de 2013

En el Centro Cultural Konex


Usted está aquí

Por 
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Ficha Técnica

Dirección, idea y puesta en escena: Romina Bulacio Sak, Natalia Chami Vestuario:Macarena García Escenografía:Valeria Martínez, Sol Soto Iluminación:Valeria Junquera Realización de escenografia:José Andrukowicz, Tom Harris, Fagner Pavan Sonido:Emiliano Biaiñ, Pablo Márquez Fotografía:Martín Levi Producción general:T4, lindalinda Coordinación de producción:Sebastián Romero Funciones: Martes y miércoles de julio y agosto a partir de las 20 hs. Ciudad Cultural Konex, Sarmiento Sarmiento 3131, CABA.
Desde el martes 2 de julio se podrá vivir esta experiencia teatral en  Ciudad Cultural Konex, todos los martes y miércoles de julio y agosto desde las 20 hs.
Esto no es una reseña. Es un comentario signado por la imposibilidad, por un pacto de confidencialidad firmado en el viento de una fría noche porteña. Casi nada se puede decir de Usted está aquí. Quizás podríamos empezar diciendo lo que no es para circundar, para aproximarnos a lo que sí: No es una obra de teatro convencional y, por lo tanto, no supone espectadores tradicionales.  Su razón de ser es un público participativo, inmerso en la acción, voluntarioso y cómplice.
Se trata de soltar el yo y aferrarse al otro, a lo otro posible. Ser alguien, ser otro, no ser uno por un instante de juego y libertad. Es dejar que se filtren las preguntas que resuenan como retazos de nuestra cotidiana realidad: ¿Qué hago acá? ¿Cómo llegué? ¿Quién soy? ¿Quién quieren que sea? ¿Quién no seré jamás? ¿Qué puertas estoy dispuesto a abrir y a traspasar?
El aquí del título es múltiple, se desplaza de lo insólito a lo inesperado aunque transita por algunos lugares comunes que reconocemos, acaso con cierto espasmo o risueña resignación. El aquí es  sólo un momento, es el ahora de un yo y “mil un yo” que atraviesan diversas emociones, desde la algarabía y la sorpresa hasta la incertidumbre.
Usted está aquí° es un viaje imaginario, teatral, por realidades posibles. Es una experiencia total y parcial a la vez. Quizás nos quedemos con ganas de más, de volver a vivir otras alternativas. Es una invitación al juego y la certeza de que jugar no es un recuerdo de la infancia.
Gran trabajo actoral, de producción y de aprovechamiento del espacio. Cada punto de este viaje recrea un clima vertiginoso en su cercanía despiadada con lo real.
No le decimos más, aunque tal vez no le dijimos nada. Vaya y déjese llevar. Lo que le prometemos es que se va a divertir y va a disfrutar de la imposible alegría de ser otro, por lo menos por un rato.

° “ADVERTENCIA: Usted está aquí es una experiencia interactiva que requiere un compromiso físico de sus participantes. Se recomienda el uso de ropa cómoda y zapatos planos o taco bajo. Lamentamos que algunas escenas podrían no ser adecuadas para personas con movilidad reducida. Al iniciar la experiencia los participantes de UEA deberán firmar un compromiso de confidencialidad.”
Ficha técnica completa aquí
Fuente: Leedor.com

sábado, 22 de junio de 2013

Presentación de Aguafuertes cariocas





El próximo martes, 25 de junio, se presenta el libro "Aguafuertes cariocas" de Roberto Arlt, con la presencia de Martín Kohan y Gustavo Pacheco. 

A las 19 h en el Museo del libro y de la lengua.  

viernes, 21 de junio de 2013

Jirafas




Si algo me molestaba era sentirme objeto de una observación constante. No porque pensara que querían meterse en mi vida o creyera que me espiaban con intenciones aviesas. Resultaba... no sé cómo decirlo, incómodo para mí que cada vez que saliera al patio las encontrara con la cabeza por encima del tapial. Era una familia rara. Yo saludaba: —Buen día– y jamás devolvían el saludo. Me costaba además enfrentar esas miradas tristes, de una melancolía infinita, que me lanzaban a través de las gruesas pestañas. Intuía que habían sufrido infortunios, pero todo el mundo padece los propios y no era el caso de compartirlos. Tampoco lo deseaban en apariencia. De ser así, me hubieran devuelto el saludo, iniciado una conversación. Estaban mudas. Yo me acercaba a la tapia, generalmente de noche, para tratar de retener unas palabras sueltas, el barullo de una discu­sión, algún jolgorio, el ruido del televisor encendido. Nada, no ponían ni siquiera la radio. En muchos as­pectos eran vecinas ideales. No reñían, jamás me despertó un escándalo, jamás tuve que golpearles la pared requiriéndoles decoro.

Sin embargo hubiera preferido otras vecinas. Temprano, en la mañana, cuando yo quería disfrutar del fresco en la soledad del patio que corría a lo lar­go de la casa, ya estaban ellas sometiéndome a su observación constante. Oteaban hacia el patio como lo habían hecho en la inmensidad de la sabana o de la estepa, con la misma atención.

Me incordiaban, y también me producían desaso­siego; esos ojos de extrema dulzura me contagiaban su melancolía. No sabía por qué miraban así, a un desconocido, a un extraño. Inexplicablemente, yo quería reparar esa melancolía, me sentía en deuda, responsable, como si la hubiera provocado en cierta forma, o encerrara un secreto que me concernía y yo fuera incapaz de comprender. Pero se limitaban a quedarse mudas, ni siquiera las oía hablar entre ellas cuando resultaba evidente que, como a cual­quier mortal, les sobraban temas de conversación, empezando por lo más cercano e inmediato: la sa­lud, la comida, la crianza. Y si despreciaban estos temas por menudos había otros disponibles en la inmensidad del universo. Ese mutismo, que se volvía más patente cuando se asomaban con las cabezas aladas por encima del tapial, contribuía a mi malhumor, sobre todo a mi tristeza.

En invierno desaparecieron por unos días. Hacía frío, había helado en la madrugada. Cayó después una lluvia entre relámpagos, tan copiosa que esfumó la luz en un instante. Empapándome hasta los huesos, tomé una escalera y la apoyé en el muro de ladrillos. Necesité un momento para acostumbrarme a la falta de luz. El terreno que lindaba con el mío estaba desierto. Lo contemplé a través de una cortina de agua, ni un pajarito ni una jirafa.

Al mediodía la lluvia había cesado. Insistí para una corroboración total, quizás había emigrado o se habían ido de viaje. Mi ánimo se aligeró. Montado en la escalera, atisbé a la altura de mis ojos.

Bajo el cielo plomizo, las jirafas adultas, con de­licadeza increíble, rumiaban las hojas altas de una acacia espinosa y las crías, abriendo mucho las pa­tas, aprovechaban unas plantas rastreras. Con una lengua que medía metros, las jirafas adultas torcían las ramas acercándolas a la boca. Entonces, una de ellas me vio. Levantó todavía más el cuello, golpeó nerviosamente el anca con el penacho de la cola, y en seguida, estremeciéndose, las crías enderezaron las patas, se alzaron, y como si hubieran recibido un aviso, corrieron en tropel hacía la casa. Las otras las siguieron, desparramando agua de los charcos. Me sentí despechado, ellas podían mirarme a su antojo y yo no. ¿Qué significaba yo? ¿Un estorbo? ¿Una ame­naza, un intruso indeseable?

Me fui al campo, no demasiado lejos, apenas a unos kilómetros de distancia. Recogí montones de hojas de los árboles, arranqué tallos y plantas ras­treras, llené una bolsa y la traje en el auto. Cuando regresé, la tarde se había tornado diáfana, el sol borraba los rastros del frío. Las cabezas aparecieron sobre el tapial. Corrí a buscar la bolsa, exhibí con un gesto de ofrecimiento las hojas y los tallos. Creí que se mostrarían reconocidas. No obtuve un estreme­cimiento de las narices, tampoco una mirada codi­ciosa. Menos una palabra. Desaparecieron sin ruido.

No me permití sentirme afectado por una acti­tud que a primera vista hubiera podido entenderse como una manifestación de desprecio. Monté en la escalera cargando la bolsa. Había ido al campo, ha­bía regresado con generosas intenciones, y no me resignaba a la frustración.

Esparcí hojas, tallos y plantas rastreras a lo largo del tapial, en la parte alta. Al día siguiente, se las ha­bían comido. Ningún vestigio de verde, salvo un poco de musgo. Lo festejé: si habían aceptado la comida, no rechazarían mi presencia. La lógica me decía que este cambio de actitud iniciaría una nueva rela­ción entre nosotros, una relación de estima mutua, de pequeños favores. Guardé la esperanza de que no me desairaran cuando yo asomara la cabeza y, del mismo modo, cuando ellas lo hicieran accedieran a conversar, como con un buen vecino. Entraría­mos en confianza, una palabra llevaría a la otra, y entonces, yo podría formular aquella pregunta acu­ciante sobre la melancolía y la dulzura.

En un momento de la mañana, aparecieron to­das oteando como siempre por encima del tapial. Yo había tomado una decisión: las interpelaría directamente y deberían ser muy groseras para no contes­tarme. Me dirigí a la jirafa alta quien en apariencia tenía la voz cantante, era la que trasmitía mensajes en código con el penacho de la cola, su cuello se destacaba claramente por encima de la pared mos­trando su entramado de blancas líneas sobre la piel oscura. Inquirí por su estado de salud. Si me oyó, no lo supe. No le saqué una palabra. Su boca parecía sonreír pero ya había observado que era su expresión habitual y no significaba nada.

Esta situación me ensombrecía. Ellas me conta­giaban su tristeza y yo quería saber por lo menos qué infortunios la habían provocado y cómo podían seguir mirando no obstante con semejante dulzura. Nunca había conocido seres a quienes el dolor no agraviara. Después de tantas hojas y tallos, de tantos intentos de charla, era justo que conociera el secre­to de esa dulzura, si se debía a la conjunción de la pena y el consuelo, del dolor y la mansa aceptación del dolor. En el fondo, ya que esa tristeza me había caído de regalo, quería apropiarme de esa sabidu­ría que me faltaba, por qué en mí la melancolía era amarga y en ellas dulce como la miel.

Fui al campo y de nuevo hice acopio de hojas, de tallos, de plantas rastreras. En las primeras horas de la noche las esparcí sobre el tapial y al día siguiente habían dado cuenta hasta de la menor hojita.

Esto se transformó en una costumbre. Les procura­ba alimento y ellas se lo comían. El mío no era un tra­bajo menor. Esperé pacientemente para que les pudiera nacer la gratitud, hasta que una mañana, cuando se asomaron, pregunté: —Las hojas, ¿estaban buenas?

Debían de estar más que buenas, había observado que comían hojas con espinas, tallos duros, cuando yo les aportaba tiernos vegetales, primicias tempra­neras impregnadas de savia. Como cualquiera que emplea su tiempo en la atención de un semejante, esperaba una respuesta mínima.

Las otras siguieron oteando, sin concederme ninguna, pero la más alta inclinó la cabeza con los cuernitos dorados de pelambre, y lo tomé como una afirmación.

Ese día no obtuve más. Los sábados y domingos iba al campo, traía bolsas y bolsas de comida. Montado en la escalera, la disponía en cantidades generosas sobre la superficie del tapial. Cuando yo saludaba: —Buen día— y agregaba —¿Les alcanzó? ¿Comieron bien?— la más alta inclinaba la cabeza. Dirigiéndose a mí indudablemente, me miraba con esos ojos grandes y separados, pesarosos.

Un día pensé que era el momento justo para la pregunta crucial. Nada se interponía en el camino. Les había dado pruebas de afección, había tenido paciencia durante largos meses. Al cabo había conseguido un fruto no desdeñable: esas inclinaciones de cabeza de la jirafa alta, esas miradas de reconoci­miento. Pero ahora, con seguridad, intuyendo mi inquietud, ella ya estaría esperando que fuera al meo­llo del asunto para explayarse como una cotorra.

Entonces me atreví. —¿Por qué tanta melancolía? —pregunté. —Y esa dulzura.

De pronto hubiera querido volver atrás. Ante una interpelación demasiado tajante temí que hu­yera, que golpeara el anca con la cola empenacha­da y todas desaparecieran de golpe. Sin embargo, ella no varió de posición y debo decir que tampoco las demás que siguieron con sus rígidos y gracio­sos movimientos de cuello, cada una hacia dife­rentes lugares.

Mi pregunta había quedado sin respuesta. Con prudencia, bajando el tono, insistí en dirección a la jirafa alta. Sus orejas horizontales se movieron lige­ramente. Oí una especie de bufido y después la voz amable, un poco ronca.

Me asaltó un pasmo tal al oírla que tras tantos es­fuerzos por establecer un diálogo, estuve a punto de quedarme mudo. Aunque me aclaró aquel misterio sobre la melancolía y la dulzura, tampoco el diálogo se desarrolló como había imaginado. En cierta forma, había tenido todas las respuestas delante de los ojos incluso antes de que aparecieran las jirafas por enci­ma del tapial. Pero es así. Negándonos al sufrimiento, somos ciegos al color de lo evidente.

—¿Dulzura?— repitió, y guardó un largo silencio. No supe si se había distraído o rehusaba contestarme. Su boca sonreía. —Se tiene o no se tiene— terminó por decir.
—¿Nada más?
—Nada más.
—¿Y la melancolía?— pregunté decepcionado.
—No sé. Dicen que se debe a las pestañas, tan grue­sas que nos velan los ojos.
—¿Las pestañas ?
—Nos dan esa expresión. Parece.
—¿Sólo eso?
—Sólo eso

Fatigada, se le escapó un sonido ronco. —Ade­más...— dijo, y dejó la frase inconclusa. Dirigió una mirada de preocupación a las crías. Las espantó con un golpe de cola en el anca, como si quisiera proteger su inocencia, librarlas de un conocimien­to fatal.

—¿Además?— la alenté, el corazón apretado.

No me contestó hasta que las crías desaparecie­ron en la casa. Suspiró y volvió los ojos hacia mí. —Además... el mundo es triste—, y con esa boca cuya sonrisa no significaba nada, dulce y melancólicamen­te agregó: —¿No lo sabías?

Cuento del libro Los animales salvajes (2006) de Griselda Gambaro

lunes, 17 de junio de 2013

Voces


Lo que dicen las palabras no dura. Duran las palabras. Porque las palabras son siempre las mismas y lo que dicen no es nunca lo mismo.

Antonio Porchia, 1989

http://www.antonioporchia.com.ar

miércoles, 12 de junio de 2013

El leve Pedro


Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.

-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda

-Languideces -le respondió su mujer.

-Tal vez.

Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.

Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta.

-Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata.

Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.

Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.

Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.

Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco.

-¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!

-Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?

Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:
-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.

-¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.

Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.

-¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar.

-¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.

Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:

-¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.

-Mañana mismo llamaremos al médico.

-Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.

Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.

-¿Tienes ganas de subir?

-No. Estoy bien.

Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.

Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo.

Parecía un globo escapado de las manos de un niño.

-¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.

Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.

-Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.

Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible.
Aterrizaba.

En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.

Cuento de Enrique Anderson Imbert (Córdoba, 1910- Buenos Aires, 2000) escritor, ensayista, crítico literario y profesor universitario.

jueves, 6 de junio de 2013

La perfección

Lo que me tranquiliza es que todo lo que existe, existe con una precisión absoluta. Lo que sea del tamaño de una cabeza de alfiler no excede ni una fracción de milímetro más el tamaño de una cabeza de alfiler. Todo lo que existe es de gran exactitud. La pena es que la mayor parte de lo que existe con esa exactitud nos es técnicamente invisible. Lo bueno es que la verdad llega a nosotros como un sentido secreto de las cosas. Terminamos adivinando, confusos, la perfección.

Fragmento del libro Descubrimientos, de Clarice Lispector (Adriana Hidalgo, 2010) 

lunes, 3 de junio de 2013

Presentación del libro La escuelita


 INVITACIÓN ESPECIAL TRAS 30 AÑOS DE DEMOCRACIA
La Escuelita de Bahía Blanca: Justicia-Memoria-Arte
PRESENTACIÓN DEL DOCUMENTAL BASADO EN EL LIBRO LA ESCUELITA
PRESENTACIÓN DEL LIBRO DE ALICIA PARTNOY
EX DETENIDA DESAPARECIDA EN CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE BAHIA BLANCA
5 DE JUNIO – 17 H
ANEXO DEL SENADO - Hipólito Yrigoyen 1710 Piso °5

La Escuelita es un relato valiente. Así lo consideró la fiscalía, en los
Juicios por la Verdad, donde fue tomado como testimonio. Así lo consideró la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina (ALIJA), quien en 2012 lo premió por el valor de este libro para las generaciones de jóvenes del siglo XXI. Así lo consideraron Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora y Abuelas de Plaza de Mayo.

Participan: Alicia Partnoy, escritora del libro LA ESCUELITA; Adriana Metz, cuyos padres están desaparecidos y estuvieron secuestrados en La Escuelita; Ana Careaga, testigo en los juicios de lesa humanidad e integrante del Consejo Directivo del Instituto Espacio Memoria; Abel Córdoba, fiscal en los juicios por lesa humanidad en Bahía Blanca y actual titular de la Unidad Fiscal contra la Violencia Institucional; Rodrigo Caprotti, director del documental.


Para comunicarse con la editorial: contacto@editoriallabohemia.com

Tras 30 años de democracia, La Escuelita en el Senado de la Nación.
Los esperamos.
Valeria Sorín y Laura Demidovich
Directoras Editorial La Bohemia